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martes, 16 de marzo de 2010

Ciudad Alcantarilla

/soñé/ (¡soñé! (es sólo un sueño)) que iba por unas calles de reflejos cian en el suelo. Ya era tarde, se estaba oscureciendo y las luminarias -alumbraban /incandescentes los pasos/- de los apresurados clientes de aquel barrio. Había olor a -suciedad /en los alrededores una atmósfera de mafia/. Ante mis ojos se ofrecían baratijas de cobre oro y plata, calzado plástico industrial, unas cuantas prendas de vestir manufacturadas en China con manos, seguramente, pertenecientes a algún niño esclavo. ¡Trabajo de lágrimas!
Era el comercio ambulante, como en las ferias de antes en la preciada Persia. Alguien debía frenar la barbarie, pero dirigí mi vista a un lugar especial, que llamaba la atención con imágenes de cuerpos recostados sobre el suelo, llamativos como muertos.
Por plata podías comprar cuerpos, cuántos quisieras. Entusiasmado entré a este local que te recibía con una cornisa publicitaria de grandes turbias letras rojas. (No recuerdo el nombre, brutal sería hacerlo). Fui dirigido por el olor que se propagaba. "Era todo lo que yo necesitaba", cantaban mis sentidos en un himno bestial. Ya en /el interior muy osado/ me acerqué a un señor que vestía zapatos blancos, preguntándole con tono de urgencia -cuánto me costaría comerme un filetito como aquél- (señalando en ese entonces a lo que se encontraba tras la vitrina y las luces de neón iridiscentes). Depende me decía, depende.

Vi pechugas chicas, pechugas de esas bien grandes, y varias presas.

Luego recordé que era vegetariano...
¿qué hacía yo en una carnicería?

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